En mayo de 1960, el servicio secreto israelí, Mossad, llevó a cabo en Buenos Aires (Argentina) una operación secreta que consistió en la ubicación, identificación, secuestro y posterior traslado a Israel de un fugitivo jerarca nazi.
A principios de 1953, bajo un calor sofocante, un hombre extraño, desconfiado, diríase que temeroso y huidizo deambulaba solitario y a paso muy rápido por las calles de Buenos Aires en dirección a la zona de Olivos. Cojeaba ostensiblemente de la pierna derecha. Iba con los hombros encogidos y la cabeza hundida sobre ellos. Bajo el brazo, y doblado, llevaba un ejemplar del diario «La Nación». Tapaba sus ojos con unas diminutas gafas de sol con montura de yacaré redonda y cubría su cabeza con un ligero sombrero de paja de ala ancha de esos que llaman Panamá. Entró en un lúgubre hotel para emigrantes y subió, de dos en dos, los peldaños de la escalera. Su habitación la 107, su nombre Ricardo Klement.
Al entrar en su habitación arrojó el sombrero sobre un pequeño y desvencijado sillón. Sudoroso y agitado, se recostó vestido sobre la cama de la habitación, se aflojó el nudo de su corbata, el calor era insoportable, y extrayendo un pañuelo sucio y arrugado de su bolsillo se secó las gruesas gotas de sudor que recorrían su frente amplia y su dilatada calvicie.
Después de un duro día de trabajo en la Mercedes Benz
Estaba agotado. Había sido un duro día de trabajo en la fábrica de automóviles Mercedes Benz donde ejercía de operario en la sección de recambios. Le encantaban los números y las estadísticas. Sus mandos, en especial el Síndico Dr. Roig, estaban muy contentos con él pues era solícito y servicial, por lo menos eso pensaba él. Siempre le gustó agradar y obedecer a sus superiores pero en el fondo lo único que le movía era su ambición personal, su ansiedad por superar el gran complejo de inferioridad que le atormentaba. Era un hombre débil de carácter y lo sabía.
Recordaba mientras descansaba antes de la cena su salida desde Génova (Italia) hacía ya casi tres años, en julio de 1950, gracias a la ayuda que le prestó un sacerdote franciscano amigo suyo. Ambos acudieron a Roma a visitar al obispo austriaco Alois Hudal el cual los presentó al responsable del Comité Internacional de la Cruz Roja con el objeto de que Ricardo obtuviera un pasaporte de refugiado así como un visado para viajar a la República Argentina.
Con su nuevo pasaporte ya en el bolsillo, embarcó a bordo del Bolzano el día 15 de ese mismo mes rumbo a su nueva vida. Atrás quedaban los años de penuria desde que, recién acabada la II Guerra Mundial, fuese arrestado por el ejército estadounidense, como sospechoso, bajo el nombre falso de Otto.
El fugitivo huye de Italia con destino a la Argentina
Sus pensamientos le llevaron a recordar como en 1946 lograba zafarse de sus custodiadores y después de vagar por diferentes ciudades conseguía, en 1948, un salvoconducto que le permitía salir del país ocupado por los ejércitos vencedores.
Su mente bullía. Sus recuerdos eran rápidos y enrevesados. Pasaba de una época a otra con la ansiedad que da la mala conciencia.
Su pensamiento se había detenido en el recuerdo de un viejo amigo y compañero de estudios en la Realschule donde los dos estudiaban Educación Media. Su nombre: Salomón Khan.
Su contacto con los judíos
La sensación de hambre que empezaba ya a sentir le hizo recordar como su amigo y su familia le invitaba a almorzar y a cenar casi a diario ya que en su domicilio reinaba un ambiente muy hostil pues su padre, después de enviudar de su madre, se había casado con Matilda y nunca llegó a querer a su madrastra. Era el mayor de cinco hermanos y tampoco los quería pues eran hijos de aquella bruja a la que odiaba con todas sus fuerzas. Además ellos eran considerados austriacos mientras que él estaba considerado extranjero al haber nacido en Alemania.
Su mente volvió de nuevo a la comida. Sentía apetito. Recordaba, con una sonrisa en su cara, las comidas que le preparaba Frau Khan. Le venía a la mente el agradable aroma y sabor del Gefilte fish. Era la comida que más le gustaba. Sin embargo no podía olvidar ni entender como esa familia se regía por unas normas tan estrictas en el tema de la alimentación. Todo debía ser cashrut, lo correcto, lo apropiado. No podían mezclar cárnicos con lácteos, eso estaba prohibido. ¡Qué gente más extraña!, pensaba y recordaba cuando le advertían lo que era kasher y podía ser ingerido o lo que era taref y no se podía comer. Nunca los llegó a entender del todo a pesar del empeño que ellos pusieron en que aprendiera a hablar yiddish y conociera las tradiciones hebreas. ¡Sin duda eran una raza inferior!, pensó.
Al hilo de este pensamiento se incorporó ya más relajado y se dirigió hacia el baño donde se lavó las manos concienzudamente y se refrescó la cara con agua. Al levantar su cabeza se miró fijamente al espejo. Su cara se transformó, sus facciones se endurecieron y se dijo a sí mismo con voz de flauta: ¡Cumpliste con tu deber! ¡Lo merecían!
Preparando la reunión de la familia
Antes de salir a la calle para ir a cenar, recogió un sobre cerrado que contenía una carta para su mujer, Verónica y para sus tres hijos Klaus, Horst y Dieter. Ya lo había dispuesto todo para su llegada. Pronto se reuniría la feliz familia alemana y cantarían a coro el «Horst Wessel Lied», el himno de su patria a la vez que brindarían por su amado «Fhürer».
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